El terrible pecado de no tener una pluma y una hoja de papel a la mano. A propósito de la primera dermatóloga de México: Dra. Enriqueta Montes de Oca

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Pablo Campos Macías

Resumen

Es un hecho irrefutable, día a día el nombre de personajes que han hecho aportes trascendentes y sus obras quedan sepultados bajo el polvo del tiempo, en sólo un instante se pierde la evidencia de su andar por nuestros mismos senderos y con ello la posibilidad de, en justicia, darles el crédito y agradecimiento por haber sembrado y abonado una semilla que felizmente germinó transformándose en un frondoso árbol de cuyos frutos nos alimentamos.

Cuánta injusticia, personajes cuyo testimonio de vida deberíamos encontrar en las páginas de un libro, una revista, en los anaqueles de una biblioteca y de los cuales sólo queda perdida su osamenta en un cementerio o su integridad física pulverizada en un puño de cenizas escondidas en la asfixiante obscuridad de una urna cuyo nombre ya luce desgastado, apenas legible en una pequeña placa.

Fue la inquietud por rescatar la historia de nuestra dermatología y sus protagonistas la que en conjunto con la Dra. Rosa María Gutiérrez Vidrio nos llevó a la realización del libro Historia de la Dermatología Mexicana, publicado en 2015. Somos conscientes de que han quedado muchos vacíos por llenar y que a pesar de que son grandes las limitaciones que nos impone la distancia cronológica de los acontecimientos, continuamos tratando de rescatar personajes que ya transitan por otros senderos y sus aportaciones.

Es en ocasiones el azar el que nos regala esa oportunidad, hace apenas pocos ayeres Carla Archer-Dubon, joven dermatóloga, escudriñando en un viejo baúl familiar se encontró con un diploma de su abuelo, el Dr. Antonio Dubon Águila fechado el 7 de septiembre de 1938, que lo acredita como miembro fundador de la Sociedad Mexicana de Dermatología (SMD), un documento que seguramente se les otorgó a cada uno de los socios fundadores tiempo después, que nunca había salido a la luz, es en esa constancia en la que encontramos un primer escudo de la Sociedad, completamente desconocido, hallazgo que tuvimos la oportunidad de compartir [Dermatol Rev Mex 2021; 65 (1): 113-118].

Hay evidencia de que la dermatología en México nació como una asignatura independiente dentro del programa académico de la Escuela Nacional de Medicina en el año 1903, siendo el profesor titular el Dr. Ricardo Emiliano Cícero y de que el primer servicio para atención de enfermedades de la piel surgió en 1905, al inaugurarse el Hospital General de México, asignándose un pabellón, el número 11, al Dr. Jesús González Urueña. Se tiene también la primera referencia de una profesionista mujer dedicada a la dermatología en la práctica médica el 2 de septiembre de 1936; fecha que los doctores Fernando Latapí Contreras y Roberto Núñez Andrade, apoyados por el Dr. Salvador González Herrejón, realizaron una convocatoria con la finalidad de integrar la Sociedad Mexicana de Dermatología, el acta de dicha reunión reza textualmente:

“Reunidos los suscritos, médicos cirujanos dedicados al estudio de las enfermedades de la piel, en la Facultad de Ciencias Médicas y Biológicas el 2 de septiembre de 1936 a las 20:00 horas, obsequio a la invitación que para el efecto nos hiciera un grupo de los propios compañeros, se expuso la conveniencia que tendría para el fomento de esta especialidad y para estímulo de quienes la cultivamos, el intercambio científico y el estrechamiento de nuestras relaciones personales y, después de emitirse varias opiniones, acordamos unánimemente que el mejor medio de lograr estos propósitos es constituir la Sociedad Mexicana de Dermatología que se regirá por el reglamento que se elabore, y para dejar constancia de esta resolución, así como de los propósitos que abrigamos para hacer vivir y prosperar a esta Sociedad, firmamos en México D. F., la presente acta”. En el acta consta la rúbrica de Manuel Cañas, Antonio Dubón, Ernesto Escalona, Antonio Fritz, Samuel Furlong, Policarpo Garza, Rodolfo Gómez Farías, Salvador González Herrejón, Jesús González Urueña, Eugenio Latapí, Fernando Latapí Contreras, Luis de J Lozano, Pedro D Martínez, Pablo Mendoza, Roberto Núñez Andrade, Vicente Ramírez, Raúl Salamanca, Jaime Velarde, Clemente Villaseñor, Enrique Villela, Enriqueta Montes de Oca, 20 hombres y una mujer.

Debemos reconocer a la Dra. Enriqueta Montes de Oca como la primera dermatóloga oficialmente reconocida en el país con base en lo referido en el acta, en la que se especifica que la convocatoria se hizo a “médicos cirujanos dedicados al estudio de las enfermedades de la piel”. La Maestra Yolanda Ortiz Becerra, estudiosa de la historia de la dermatología y protagonista de la misma, elaboró, teniendo como base el árbol de las enfermedades de la piel de Jean-Claude Alibert en 1829 en el Hospital Saint Louis de París, institución en la que surgió la dermatología como un área definida de la medicina el año 1801, una cronología en la que ilustra la genealogía (Figura 1) de los dermatólogos mexicanos, en su mayoría de los pertenecientes a la SMD y las enfermedades de la piel a las que hicieron aportaciones. En la raíz ubica a Ladislao de la Pascua y Rafael Lucio, dos de los más lustres médicos del siglo XIX, que realizaron contribuciones en el área de la lepra, Ángel Rodríguez, médico militar y Eugenio Latapi, tío del Maestro Fernando Latapí, de quienes se dice realizaron una estancia en el Hospital Saint-Louis de París, Ricardo Cícero que el 21 de junio de 1911, en la Sesión de la Academia Nacional de Medicina, comunicó el primer caso diagnosticado de micetoma en México, publicado posteriormente en la Gaceta Médica, y al Maestro Salvador González Herrejón, sobrino del Dr. Jesús González Ureña, a quien podríamos considerar la piedra angular en la que se cimienta el desarrollo de la dermatología en el país; en las primeras ramas ubica al Maestro Fernando Latapí, quién formó a los primeros profesores en la materia, no sólo de México, también de la mayor parte de los países latinoamericanos y al Dr. Roberto Núñez Andrade, a su lado ubica a la Dra. Enriqueta Montes de Oca. De ella no encontramos datos biográficos, ¿su lugar de origen?, ¿fecha de nacimiento?, ¿institución en la que cursó sus estudios?, ¿quiénes fueron sus maestros?, ¿qué fue lo que la motivó a inclinar su práctica médica a la dermatología y desde cuándo?, ¿sitio en donde realizó su práctica médica? Es evidente que tuvo un bajo perfil, si en su momento hubiera habido una pluma, una hoja y una mano que dejara correr la tinta en el papel, no existirían preguntas que probablemente no encontrarán una respuesta.

Hace unos años llegó a mis manos un retrato antiguo en el que se observan 20 personas, 19 hombres y una mujer (Figura 2), me llené de entusiasmo, mi primera intención fue mostrarla al Maestro Amado Saúl, seguro de que él identificaría a cada uno de los personajes y pudiera ser hasta el evento, gran desconsuelo me produjo su respuesta: “Dr. Campos, me apena no poder ayudarle, es una foto muy antigua y sólo ubico a algunos pocos personajes”, acudí esperanzado con la Dra. Yolanda Ortiz, su respuesta fue similar, me quedó claro que la historia del retrato había quedado mutilada para siempre, me surgen las dudas de la fecha y el sitio en que fue tomada.

La fotografía se ubica en una construcción antigua, en esa época la sede de la facultad de medicina era el edificio antiguamente de la inquisición, situado en la plaza de Santo Domingo en la Ciudad de México, conocido como Escuela Nacional de Medicina, es factible que la mayoría de los personajes del retrato hayan sido los socios fundadores de la Sociedad, a la izquierda, parado el Dr. Ernesto Escalona, quien escribió el primer texto de dermatología en México (Dermatología, lo esencial para el estudiante, 1954), abajo, sentado, el Maestro Fernando Latapí, Secretario de la primera mesa directiva de la SMD, al centro la Dra. Enriqueta Montes de Oca, a su costado izquierdo el Dr. Salvador González Herrejón, primer presidente y en el extremo derecho, en la misma fila, el Dr. Manuel Cañas, tesorero. No ubicamos a los doctores Jesús González Ureña y Antonio Dubon, socios fundadores. No ha sido factible identificar a los demás miembros del grupo, si en su momento hubiera habido una pluma, una hoja y una mano que dejara correr la tinta en el papel.

Años después las doctoras Obdulia Rodríguez Rodríguez y Josefa Novales Santa Coloma, alumnas del Maestro Latapí, fueron pioneras importantes en el desarrollo de la dermatología y dermatopatología en la Ciudad de México y la Dra. Gloria Pérez Suárez en la ciudad de Guadalajara. Hoy día en todas las ramas de la medicina la mujer ejerce una función sobresaliente, tanto en la clínica, como en la cirugía, en la investigación, administración y docencia, su lucha histórica por romper estructuras muy rígidas e injustas ha fructificado.

“La vida ha de ser vivida mirando hacia adelante, pero sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás”

Søren Aabye Kierkegaard

Es en ese afán de comprender el presente que frecuentemente me detengo y vuelvo mi mirada hacia atrás, tratando de escudriñar en el pasado, buscando la respuesta a muchas preguntas y cuando con gran satisfacción encuentro la respuesta a una de ellas, me percato que brotan al instante nuevas interrogantes, algunas de ellas imposibles de resolver, sus respuestas han quedado atrapadas en el pequeño recinto eterno de muchos personajes, que cometieron “el terrible pecado de no tener una pluma y una hoja de papel a la mano”.

¿Cuál será el costo de una pluma y un puñado de hojas de papel?

UNA SALA DE HOSPITAL DURANTE LA VISITA DEL MÉDICO EN JEFE

…el pincel de un artista de finales del siglo XIX resalta la incursión de la mujer en el ejercicio de la medicina…

…un recorrido histórico de la mujer en su lucha por ocupar su lugar en la práctica médica nos lleva a la Dra. Enriqueta Montes de Oca, primera dermatóloga en México…

Una sala de hospital durante la visita del médico en jefe es una pintura realizada por Luis Jiménez Aranda en 1889, óleo sobre lienzo de 290 x 445 cm en exhibición en el museo del Prado en Madrid, España.

La obra representa una amplia sala general de una institución hospitalaria (Figura 3), al fondo la puerta de entrada, en su umbral dos caballeros elegantemente vestidos con abrigo y sombrero, a su lado una enfermera con su uniforme y una cofia blanca; la escena central, en un primer plano, varias camas, el médico en jefe realiza la visita y revisión de los enfermos. En una cama una enferma joven portando una bata y gorro blanco aparece semiflexionada, ayudada por uno de los médicos a mantenerse erguida, permitiendo que el maestro, de edad mayor, pueda reposar una oreja en la cara posterior de su tórax para auscultar la ventilación pulmonar; otro ayudante, a los pies de la cama, sostiene unas hojas, aparentemente con el historial médico, información que con seguridad completa la contenida en la ficha colgada atrás de la cabecera. Un grupo grande de médicos y probablemente algunos estudiantes a un lado y a los pies de la cama observan con atención la forma como el maestro explora a la paciente, en espera de escuchar los hallazgos. Todos los presentes elegantemente vestidos, algunos de ellos portando un mandil blanco sobre su ropa de calle, como una medida de higiene; uno de ellos, al lado derecho, revisa sus apuntes en una libreta. En la pared, atrás de la cabecera de la cama, junto a la ficha médica, se observa una repisa sobre la que reposan algunas botellas y un tazón, seguramente usado para administrar algunos brebajes. A la izquierda, en la cama adyacente una enferma, por lo que se observa de su rostro y su mano, de avanzada edad, se encuentra atenta a la escena. El recinto muy iluminado por amplios ventanales y lámparas que penden de un techo muy alto y permiten visualizar perfectamente la imagen y la forma tan magistral con la que los pinceles del artista registran todos los detalles, incluyendo los pliegues de la ropa de cama.

Luis Jiménez Aranda representa magistralmente una escena del día a día en un hospital, sin guardar atención a los avances de la época. Antes del siglo XIX, para poder hacer una exploración física meticulosa y auscultar los ruidos cardiacos y la ventilación pulmonar, el médico que tenía que aplicar su oreja al cuerpo del enfermo (a), en la época en que Luis Jiménez Aranda plasmó su obra ya se había abandonado la auscultación directa, el uso del estetoscopio era parte del instrumental diagnóstico de todos los médicos. Setenta y tres años antes, un día del año 1816, René Théophile Hyacinthe Laënnec, médico nacido en Quimper, Bretaña, Francia, un 17 de febrero de 1781, atendía a una joven en su consultorio en París, de la que sospechaba pudiera estar afectada de una enfermedad torácica y como la percusión del tórax era técnicamente difícil por la obesidad de la paciente y la auscultación directa colocando la oreja sobre el pecho de la paciente era inadmisible, por el pudor de la enferma, vino a su mente una escena que le tocó observar unos días antes, un grupo de niños jugando, uno de ellos raspando una vara de madera con un clavo y otro escuchando del otro lado el sonido generado. Imaginó que algo semejante podría ser usado para examinar el tórax de la enferma, por lo que tomó un cuaderno de su escritorio, lo enrolló como un cilindro, aplicó uno de los extremos a su oreja y el otro al pecho de la paciente y, para sorpresa suya, comprobó que podía oír mejor los sonidos cardiacos y pulmonares sin tocar el cuerpo de la joven. Laennec, que era habilidoso, fabricó un instrumento de madera cilíndrico, de 30 cm de longitud y 4 cm de diámetro, con un canal central de 5 mm y los extremos en forma cono, al que llamó estetoscopio (de los vocablos griegos sthetos –pecho– y skopeo –observar, mirar, explorar desde cierta distancia–). De septiembre de 1816 a agosto de 1819, con ayuda de su estetoscopio, su incansable laboriosidad y su portentosa inteligencia, identificó los datos que a la auscultación le permitieron diagnosticar diferentes afecciones (bronquitis, enfisema, tuberculosis, neumonía, etc.), realizando una correlación de los hallazgos clínicos con los encontrados en los pulmones y corazón de aquellos pacientes que posterior a su fallecimiento se les realizaba la autopsia. En 1819 apareció su obra de dos voluminosos tomos “De l’auscultation médiate ou traité de diagnostic des maladies des poumons et du coeur fondé principalement sur ce nouveau moyen d’exploration” (“De la auscultación mediada o tratado sobre diagnóstico de enfermedades de los pulmones y el corazón basado principalmente a partir de este nuevo medio de exploración”), que podían adquirirse por 13 francos; por 3 francos adicionales los compradores del libro podían adquirir un estetoscopio construido por el mismo Laennec, quien se estima hizo personalmente 3500 estetoscopios en tres modelos diferentes; en el grabado 1 de la obra dibujó un esquema del “cilindro” para que cualquier tornero con un mínimo de destreza pudiera construirlo. El estetoscopio fue el primer instrumento usado para apoyo del diagnóstico clínico, siendo accesible para cualquier médico; su uso se generalizó rápidamente por toda Europa.

Podemos afirmar que el pintor tampoco realizó una pintura que estuviera ambientando una escena de principios de siglo, uno de los elementos más notables de la obra es la presencia de una mujer formando parte del grupo médico, Jiménez Aranda prioriza su ubicación en el grupo de médicos observadores, dando realce a toda su fisonomía (Figura 4), situación que no era factible a inicios del siglo XIX por no tener la mujer la posibilidad de acceder a los estudios de medicina, lo cual sí acontecía, aunque con muy poca frecuencia en 1889, época en que la obra fue realizada.

Es de resaltar que una de las manifestaciones históricas de la inequidad de género es la tardía aceptación de la mujer como profesionista de la medicina.

Existe registro en la historia de algunas mujeres que sobresalieron ejerciendo la práctica médica, a pesar de las restricciones sociales, algunas de ellas son:

Agnocide (300 aC), reconocida como la primera mujer médica en la historia de la medicina griega. Se dice que para estudiar cortó su cabello y vestía como hombre; cuando reveló su identidad, los círculos médicos la acusaron de seducir pacientes con el fin de poder silenciarla.

Aspasia de Miletus (2 aC) perteneció a una familia que favoreció su educación, lo cual era una excepción en una época en donde las mujeres no podían ser instruidas. Su práctica se desarrolló en las áreas de la obstetricia, ginecología y cirugía, destacó por su capacidad para prevenir embarazos de alto riesgo, así como para corregir posiciones fetales.

Abadesa Hildegarda Von Bingen (1098-1179), filósofa y política, su producción abarcó textos científicos y de teología. Era meticulosa en la observación y diagnóstico de enfermedades, lo que la llevó a tener una gran reputación como sanadora. Incursionó en temas de botánica y zoología, medicina popular, psicología y anatomía humana; escribió textos sobre las relaciones sexuales, detallando el placer desde el punto de vista femenino, siendo la primera en describir el orgasmo y algunos otros elementos de la sexualidad.

Trotula de Salerno (siglo VI) tuvo prestigio en el área de obstetricia con el reconocimiento de la Escuela de Medicina de Salerno (primera escuela de medicina en Europa), fue autora de varias obras médicas, “Passionibus Mulierum Curandorum” fue la más notable; escribió textos para educar a los hombres sobre el cuerpo femenino, debido al desconocimiento que existía al respecto, donde abordó temas como menstruación, concepción, embarazo y otros procesos patológicos, incluyendo esquemas terapéuticos, destacando los remedios herbolarios.

Elizabeth Blackwell (1821-1910) fue la primera mujer titulada en Estados Unidos y reconocida como médica en 1849. Junto con su hermana Emily y la alemana María Elizabeth Zakrzewski fundaron en 1857 el primer hospital para mujeres pobres y niños en Nueva York, logrando las tres tener su título profesional, laborar en un campo propio y ser aceptadas socialmente. En España, país natal de Jiménez Aranda, la pionera fue Dolores Aleu i Riera (1857-1913), posterior a ella se suspendió la matriculación de nuevas estudiantes mujeres en sus universidades, por lo que en la época en que se realizó la pintura deben de haber sido pocas las mujeres profesionistas en el área de la medicina, cuya presencia, sin embargo, es realzada por el pintor.

Matilde Petra Montoya, nacida en la Ciudad de México el 14 de marzo de 1858, fue la primera mujer mexicana en alcanzar el grado académico de médico. Recibió su título de la Escuela Nacional de Medicina de México en 1887. En aquellos tiempos era inalcanzable para una mujer tal mérito, ya que las escuelas de medicina (y prácticamente toda la universidad) no aceptaban mujeres, pero ella pudo vencer tal adversidad gracias a su gran persistencia y a la intervención del presidente Porfirio Díaz y su esposa Doña Carmen Romero Rubio, que abogaron por ella, proclamando un decreto presidencial en el cual se permitía a las mujeres acceder a los mismos derechos y obligaciones que los hombres en la Escuela Nacional de Medicina, hoy Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México. Matilde falleció el 3 de enero de 1938.

Luis Jiménez Aranda nació en Sevilla en 1845, al igual que sus hermanos José y Manuel, desde temprana edad desarrolló su vocación por la pintura. Su formación inicial fue al lado de su hermano José, para continuarla después en la Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría en su ciudad natal; en 1867 se marchó a Roma para ampliar sus conocimientos y en 1876 a Pontoise, cerca de París, adquiriendo la nacionalidad francesa. Participó en las exposiciones del Salón de París y fue premiado en las Exposiciones Universales de París, en 1889, y Chicago, en 1893. Tomó parte en exposiciones nacionales de Bellas Artes españolas y obtuvo mención honorífica en 1864 por su cuadro Cristóbal Colón al venir a proponer a los Reyes Católicos el descubrimiento del Nuevo Mundo, y primera medalla en 1892 con la obra La visita del médico. Se especializó en la pintura histórica, aunque también cultivó la costumbrista. Fue en la ciudad de Pontoise, que lo acogió durante 52 años, el sitio donde falleció a los 83 años en 1928.

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